Hace 5 años este país se vio inmerso en una encrucijada política. Unas elecciones obscuras y polémicas llevaron a una toma de posesión evasiva, casi temerosa. El recién ungido presidente de México, Felipe Calderón, no mostró nada nuevo. Desarrolló el mismo discurso maniqueo que había utilizado en toda su campaña. La política era mostrada como una cuestión de buenos contra malos, de peligros para México, de enemigos perversos y que, por lo tanto habían de ser derrotados.
Hoy ya no puedo recordar todo lo que ha sucedido. En 5 años pasé de ser un joven estudiante, a desempleado, a subempleado, a simplemente empleado. Ante mis ojos han ido sumándose agravios contra este país, han ido diluyéndose las ya endebles esperanzas de un futuro, cualquiera que este sea.
En medio de toda esta desesperanza del porvenir, de toda inseguridad sobre el devenir, se coloca la omnipresencia de la muerte. No solamente en lo retórico vemos las cosas fenecer; también los cadáveres adornan fúnebres las calles, las portadas de los diarios, los horarios estelares en la televisión. La sangre se seca en el pavimento y nuestra mente pierde la capacidad de indignarse, de conmoverse, de exigir un alto a este violento circo rutinario de la muerte.
En un país agobiado por las balas y los cuchillos que transgreden toda piel, el inmovilismo sorprende. No ha bastado la pauperización constante, la hipoteca del futuro colectivo en préstamos del Fondo Monetario Internacional y la apropiación monopólica de los bienes comunes para despertar a una población sedada. Hasta hoy, la violencia se ha sumado a los agravios que han sido inflingidos, a la tragedia de la cotidianeidad del mexicano.
Los jóvenes no estamos exentos de ello. En el lugar en el cual las esperanzas del futuro suelen colocarse, parece no existir siquiera la voluntad del presente. Se vive en un estado comatoso, se deambula por la vida como si las cosas nos sucedieran, sin reconocer el poder de moldear –crear- la realidad que vivimos. Los jóvenes, despolitizados y apáticos, discuten ampliamente la televisión, la música pop, la vida de los otros, aquellos entronizados por los medios masivos de comunicación y el aparato ideológico del espectáculo.
Otras discusiones son necesarias y posibles, y así suceden. Amplios sectores sociales observan los conflictos de este país y trabajan por un cambio. Sin embargo, toda alteración del status quo representa una amenaza para los poderosos. En un endeble equilibrio, que se sostiene con propaganda y violencia generalizada, todo movimiento puede ser el que desencadene la caída de un régimen que no responde a nadie más que a sí mismo. Los que se mueven, proponen, critican y actúan se convierten, inexorablemente, en parte del problema. Los que no tienen esperanza, los que deliran con la conspiración, los que no son capaces de construir un México idéntico a través de placebos ideológicos como Iniciativa México.
Los medios masivos buscan decirnos qué saber, qué pensar, cómo y cuándo hacerlo. En aras de tal control firman acuerdos que no se pueden cumplir. Se autocensuran y pretenden hacernos creer que es por nuestro bien, como si necesitáramos de su magnánimo cuidado, de su inmaculada percepción de la moral y las buenas costumbres para conducirnos con rectitud en las vidas que ellos ya gobiernan, controlan y dominan con su poderío económico y político.
Con retórica soez, pero constante, nos dicen que todo marcha bien, que nos recuperamos en lo económico, que mejoramos en lo social, que florecemos en lo cultural. Nos dicen, idiotas, que la violencia es culpa de los violentos. Dividen nuestra realidad en buenos y malos, como si la bondad y la maldad no fueran valores creados, situaciones impuestas, conceptos vacíos que buscar ser llenados a través de un proceso de constante ideologización.
Ocultan (o pretenden ocultar) la realidad. Pero lo que es evidente no puede ser negado por siempre. No pueden impedirnos saber que este gobierno no es nuestro, que sus intereses no son los nuestros, que, aún dentro de la magnífica diversidad de México, los gobernantes no le representan, no le comprenden. La invisibilidad de los muertos, hambrientos, desempleados; su trivialización, su conversión en estadísticas y datos sin nombres les dan paz de mente y libertad de lucro.
Hay humanidad detrás de todo esto. Mejor. Hay una deshumanización detrás de todo esto. Sí, es verdad que vivimos, sufrimos y tememos constantemente por una guerra que no hemos pedido. Es cierto también que son los Estados Unidos quienes defienden su interés con nuestros muertos, con nuestra sangre, con nuestra cotidiana paranoia. Es verdadero que nuestros gobernantes son sus lacayos, serviles funcionarios, gerentes del poder global, administradores de su bonanza y nuestra miseria, de su vida y nuestra muerte. Pero es más cierto que cada muerto tiene nombre y apellido, madre y padre, hijos, hermanos, amigos. Es cierto que todos somos uno, que este agravio contra la vida es uno contra nuestra vida.
Hoy pareciera que nos hemos comenzado a mover. La valentía de un padre en duelo, su dolor innombrable, el asesinato de su espíritu, acontecido al mismo tiempo que el biológico perpetrado a su hijo, ha conseguido no sólo conmovernos, sino movernos. A Javier Sicilia respondemos hoy, pero también a Juan Francisco, y a todos los otros chicos que en su rostro y su memoria han recuperado su derecho a ser humanos. Hoy respondemos también a la obligación de ser dueños de nuestras vidas, señores de un destino que no existe, sino en forma de voluntad y creación comunitaria. Hoy reivindicamos la calle como un espacio de protesta y construcción de alternativas. Hoy, existimos. Hoy, mañana. No debemos ceder ni cejar. No está en juego una alternancia partidista superflua, un intercambio de peones en máscara de explotadores, con titiriteros semi-ocultos. Está en juego la vida misma, y el derecho que tenemos de vivirla. ¡A luchar!